Con siete años estaba como loca por tener una bici y no paré de insistir hasta que los Reyes me la trajeron en esa mágica Navidad.
Aprendí a montar en bici tirándome por la cuesta que había en la huerta de mis abuelos junto a la noguera. Unos primos me dejaban sus bicis (las tenían de todos los tamaños y yo iba probando con todas) y yo venga a subir la cuesta y a tirarme hasta que dejé de caerme. Así que cuando me regalaron mi súper BH roja, ya era toda una experta.
Tal es así que hasta me atrevía a hacer la proeza que hacía Pancho, el de “Verano Azul”, poniendo los pies en el manillar mientras silbaba la famosa sintonía. Dicha proeza la hacía en un tramo que a mí, se me antojaba enorme: desde el final de la cuesta hasta el poyete de la lonja.
Hace poco que restauré mi bici y aunque, evidentemente, me queda pequeña, me doy una vueltecilla por los alrededores de la huerta de vez en cuando.
Ahora, “el cuestarrón” de la noguera, me parece imperceptible, y me cuesta creer que en tan poco espacio, el que separa esta cuesta y el poyete, pudiera realizar la proeza de Pancho. Si quisiera hacerla ahora, sería totalmente imposible.
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